Por: Jackie
El día que mi esposo me confirmó que nos íbamos a ver a su amada abuelita -que quería conocer a los niños- casi me muero. Y es que la abuelita vive lejos… muy lejos. En el otro lado del Atlántico. A miles de kilómetros de distancia. En otro continente. ¿Cómo iba a sobrevivir nueve horas metida en un avión con dos niños menores de tres años? Sin relajo, estaba estresada. Ese mismo día comencé a hacer todas las investigaciones por Internet y les cuento algo: las gringas sí son creativas y recursivas. Encontré tantos tips, consejos y anécdotas, que me estresé más.
Traté de no pensar en el viaje hasta unas semanas antes. Consideré darles medicina para “ayudarlos” a dormir… pero no me atreví. Hice la lista de lo que debía llevar en la maleta de mano, me organicé y me resigné. Debo decirles que nos acompañaría mi suegra, una abuela estrella que me ayuda demasiado. Este era mi único consuelo.
Mi esposo, mi hijo Santiago de casi 3 años y yo, nos sentamos en la primera fila (de la clase turista). Mi suegra iba unas filas atrás con el bebé. Al principio Santiago estaba fascinado con el cinturón de seguridad, preguntando cosas y viendo a la gente. El bebé también. De repente, la primera mala noticia. El señor que nos tocó al lado saludó a mi esposo… era su cliente. El extraño que se iba a poner histérico y me iba a gritar que controlara a mis hijos, era un conocido. Conversamos un rato y no sé si le dio lástima o qué, pero me contó que ya sus hijos estaba grandes y a veces extrañaba la época cuando eran bebés (sí, como no).
En breve, llego la segunda mala noticia. Este avión no tenía Wifi. Sabía que era una posibilidad porque investigué y esta aerolínea lo tenía solo en algunos aviones. Por suerte había bajado algunos videos de YouTube al iPad y tenía ese plan B. Pero no era toda la gama de episodios de La Patrulla Canina, Peppa, Dora, Bubble Guppies y Ben y Holly que en verdad necesitaba. Tendría que improvisar.
Santiago jugó largo rato con las “cosas” del avión. Si van a viajar largas horas con sus niños el primer consejo que les doy: alarguen cada juego lo más posible. Le saqué el jugo al juego con el cinturón.
Después del despegue, saqué el segundo juguete: unos legos para hacer torres. Al bebé unos cubos. Seguimos. Veía para atrás y el bebé tranquilo… mi suegra me hacía señal de “todo bien” y yo me escondía para que el bebé no quisiera venir para adelante. Mejor me desconecto, pensé, allá todo bajo control. En una de esas me vio y se puso a llorar. Lo traje para adelante y juntos jugaron… hasta que empezaron a pelear. Lo mandé para atrás de vuelta y con jueguito de celular. Ya no había opción.
Al acabarse el interés por los legos, saqué un juguete nuevo, un tip que había leído en Internet. Si sacas algo nuevo, decían, el niño se entretendrá. A mí me funcionó más o menos, más le habían gustado los legos. Luego vino la masilla, el tape, los cuentos, el avioncito, los crayolas, etc. Como a las dos horas y media, vi algo de inquietud y saqué los cheerios y el juguito (para emergencias tenía también caramelos y M&M). También leí que había que llevar muchos snacks y la verdad es lo más importante. Ambos niños se calmaron mientras comían.
En este tiempo vino la comida para nosotros los adultos. Fue un desastre y casi no pude comer, pero pasó. Cometí el error de pedir una soda y Santiago quiso. Le tuve que dar para evitar algún llanto desastroso tan temprano (lo que en realidad yo quería era licor jaja).
Luego les pusimos las piyamas y llegó la hora de la verdad. Mi vecino se empezó a acomodar para dormir, hice la mamadera y el vasito con leche y aquí veríamos si se dormirían. No sé qué hizo mi suegra pero el bebé se quedó dormido al rato. Santiago era otra historia. No pretendía y se estaba desesperando, ya iban como tres horas. Puse el iPad. La verdad ya era hora, lo aguanté bastante. Se calmó. Traté de leer algo, una revista, qué se yo… nada. Estaba como en modo nervioso y no sé por qué.
Pasó una hora y poco a poco, sobándole la cabeza, se durmió. En ese momento, finalmente, me relajé. Terminé durmiendo en el piso del avión y mi esposo de medio lado para que Santiago estuviera cómodo y no se despertara. Me levantaba a cada rato y revisaba. Todo bien. Mi vecino roncando, todo el avión durmiendo y yo… desvelada.
Nadie se paró hasta que prendieron las luces en la “mañana” cuando salió el sol, que en realidad eran las 2:00 a.m. de Panamá. Vi el reloj y faltaba una hora. Waoooo, fue el mejor momento de mi vida. Solo me quedaban 60 minutos. Se despertaron tranquilos, los cambié, les di yogurt y listo. Veinte minutos después, aterrizamos. No lo podía creer ¡sobreviví! Me quedaba otro vuelo de una hora, pero eso era chicha de piña a estas alturas.
Lo que no me imaginaba era que fue bastante fácil porque este vuelo fue de noche. El de regreso era de día. No tenía idea lo que me esperaba. Pero en alguna otra ocasión les cuento ese…